La vida de Bobby Fischer (o quizá deberíamos llamarlo Robert James, porque sólo permitía que sus verdaderos amigos le llamaran por el diminutivo) no se ajusta al estereotipo del típico jugador de ajedrez. De hecho, empezó a jugar en casa, a los seis años, aprendiendo él solo con el manual de instrucciones de un pequeño tablero que le regaló su hermana Joan para que se entretuviera y no diera la lata en casa.
Nacido en Chicago (Illinois) el 9 de marzo de 1943, la primera duda en su biografía remite a su genealogía. Oficialmente, sus padres son Regina Wender y Hans-Gerhardt Fischer, de origen alemán. Otras fuentes señalan que su verdadero padre pudo ser el húngaro Paul Felix Nemenyi. El caso es que el matromonio Wender-Fischer naufragó y, a los dos años, el pequeño genio se trasladó con su madre y su hermana a Brooklyn (Nueva York). Ahí empezó a jugar, primero en casa, y luego en el club de ajedrez del legendario barrio neoyorquino.
A pesar de su desmedido cociente intelectual (180, superior incluso al de Albert Einstein), Fischer no fue un niño prodigio. Su genio despertó en la adolescencia. Aunque no se graduó en el instituto, su madre logró que John W. Collins, tutor de reputados ajedrecistas, le aceptara como alumno. Eso fue en 1956. En el 57, con 14 años, ya era campeón de Estados Unidos. En agosto de 1958 (con 15 años) obtuvo el título de Gran Maestro al ganar el Interzonal de Portoroz, y decidió convertirse en jugador profesional, aunque, por aquel entonces, el ajedrez no daba para vivir; a Fischer le daba igual. “Yo sólo quiero jugar, jugar y jugar”. Luego cambiaría de parecer…
Su carrera como Gran Maestro estuvo marcada por la polémica. Al tiempo que aprovechaba sus viajes para comprar libros sobre ajedrez (en ruso, donde estaba la esencia del juego, y hasta en castellano), sus excentricidades y fobias crecían al ritmo que avanzaba su juego. Tan pronto le crecían acusaciones de antisemitismo (aunque se negaba a jugar en ‘sabbath’), como, en 1963, se negaba a participar en torneos FIDE porque pensaba que los soviéticos, dominadores absolutos del tablero desde 1948, amañaban sus partidas. Exigía condiciones perfectas de luz, silencio absoluto, ausencia de fotógrafos y cámaras de TV. Y, sobre todo, grandes cantidades en premios, se dice que inducido por su madre. Si todo no estaba a su gusto, especialmente el capítulo económico, Fischer no movía ficha.
Por todas estas causas tardó tanto en llegar a la final del Mundial. Al margen de su talento, lo permitió un cambio de reglamentación que permitía presentar tres candidatos por país. Aunque Fischer no estaba en la lista por no haber pasado la Interzonal, su compatriota Pal Benko le cedió su puesto. Tras ganar en Palma de Mallorca (15-7-1), se clasificó para el Torneo de Candidatos, en el que apabulló a Mark Taimanov (6-0-0), Bent Larsen (6-0-0) y Petrosian (5-3-1) en septiembre de 1971. Su gran momento había llegado. Luego se vio que era sólo el principio del fin...
Tras coronarse campeón del mundo, Fischer se borró del mapa. De hecho, debía defender su título en 1975 ante un joven prodigio ruso, Anatoly Karpov, pero, una vez más, las draconianas condiciones que intentó imponer colmaron la paciencia de la FIDE, que le desposeyó del título por incomparecencia.
A partir de ese momento, su vida es sinónimo de excentricidad. En una extraña paradoja, a finales de los 70 rechazó millonarias ofertas para jugar en Las Vegas o Filipinas (tres millones de dólares), pero sí se midió a un ordenador del MIT. En 1981 fue arrestado como sospechoso de robo a un banco, experiencia que plasmó en un libro: ‘Fui torturado en la cárcel de Pasadena’. Sus relaciones con Estados Unidos nunca fueron fluidas. Fischer siempre creyó ser utilizado por su país con fines políticos, y halló aún más argumentos cuando, en 1987, el Senado detuvo una ley que le reconocía a todos los efectos como campeón del mundo.
Veinte años después de ‘la partida del siglo’, Fischer decidía reaparecer. Su motivación era doble: por un lado, el dinero de un banquero yugoslavo; por otro, desafiar a su gobierno, que le prohibía pisar suelo yugoslavo (en plena guerra), a riesgo de contravenir resoluciones de la ONU. Fischer denunció amenazas de su país, escupió en público sobre la orden que le impedía jugar en Yugoslavia y, de paso, volvió a machacar a Spassky (17,5 – 12,5). Se llevó cuatro millones de dólares y un lugar de honor en el listado de objetivos de la CIA y el FBI. Y, de nuevo, se difuminó.
Convertido de nuevo en fantasma, Fischer fue visto en Alemania, Hungría, Hong Kong y Filipinas, donde, al parecer, concedió una entrevista el día de los atentados del 11-M justificando la acción de los terroristas. Incluso, se dice, se casó con Miyoko Watai, presidenta de la Asociación Japonesa de Ajedrez. En 2005 fue detenido en el aeropuerto de Narita (Tokio, Japón), por usar un pasaporte no válido. Unos meses antes, había solicitado asilo político en Islandia, el país que le consagró como mito del deporte. Las gestiones de los diplomáticos islandeses lograron su liberación el 25 de marzo, mientras Fischer tachaba a George Bush de “criminal”.
Pero tampoco en Islandia halló la paz. Aunque llegó a llamar a un programa de TV para dar solución a una jugada de ajedrez y mostrar al mundo que seguía vivo y en perfectas condiciones mentales, en noviembre de 2007 se le diagnosticaron una serie de paranoias. Su vida no parecía correr peligro hasta este 18 de enero de 2008, cuando su intensa existencia ha tocado su fin.
(Fuente: Santiago Siguero)
Nacido en Chicago (Illinois) el 9 de marzo de 1943, la primera duda en su biografía remite a su genealogía. Oficialmente, sus padres son Regina Wender y Hans-Gerhardt Fischer, de origen alemán. Otras fuentes señalan que su verdadero padre pudo ser el húngaro Paul Felix Nemenyi. El caso es que el matromonio Wender-Fischer naufragó y, a los dos años, el pequeño genio se trasladó con su madre y su hermana a Brooklyn (Nueva York). Ahí empezó a jugar, primero en casa, y luego en el club de ajedrez del legendario barrio neoyorquino.
A pesar de su desmedido cociente intelectual (180, superior incluso al de Albert Einstein), Fischer no fue un niño prodigio. Su genio despertó en la adolescencia. Aunque no se graduó en el instituto, su madre logró que John W. Collins, tutor de reputados ajedrecistas, le aceptara como alumno. Eso fue en 1956. En el 57, con 14 años, ya era campeón de Estados Unidos. En agosto de 1958 (con 15 años) obtuvo el título de Gran Maestro al ganar el Interzonal de Portoroz, y decidió convertirse en jugador profesional, aunque, por aquel entonces, el ajedrez no daba para vivir; a Fischer le daba igual. “Yo sólo quiero jugar, jugar y jugar”. Luego cambiaría de parecer…
Su carrera como Gran Maestro estuvo marcada por la polémica. Al tiempo que aprovechaba sus viajes para comprar libros sobre ajedrez (en ruso, donde estaba la esencia del juego, y hasta en castellano), sus excentricidades y fobias crecían al ritmo que avanzaba su juego. Tan pronto le crecían acusaciones de antisemitismo (aunque se negaba a jugar en ‘sabbath’), como, en 1963, se negaba a participar en torneos FIDE porque pensaba que los soviéticos, dominadores absolutos del tablero desde 1948, amañaban sus partidas. Exigía condiciones perfectas de luz, silencio absoluto, ausencia de fotógrafos y cámaras de TV. Y, sobre todo, grandes cantidades en premios, se dice que inducido por su madre. Si todo no estaba a su gusto, especialmente el capítulo económico, Fischer no movía ficha.
Por todas estas causas tardó tanto en llegar a la final del Mundial. Al margen de su talento, lo permitió un cambio de reglamentación que permitía presentar tres candidatos por país. Aunque Fischer no estaba en la lista por no haber pasado la Interzonal, su compatriota Pal Benko le cedió su puesto. Tras ganar en Palma de Mallorca (15-7-1), se clasificó para el Torneo de Candidatos, en el que apabulló a Mark Taimanov (6-0-0), Bent Larsen (6-0-0) y Petrosian (5-3-1) en septiembre de 1971. Su gran momento había llegado. Luego se vio que era sólo el principio del fin...
Tras coronarse campeón del mundo, Fischer se borró del mapa. De hecho, debía defender su título en 1975 ante un joven prodigio ruso, Anatoly Karpov, pero, una vez más, las draconianas condiciones que intentó imponer colmaron la paciencia de la FIDE, que le desposeyó del título por incomparecencia.
A partir de ese momento, su vida es sinónimo de excentricidad. En una extraña paradoja, a finales de los 70 rechazó millonarias ofertas para jugar en Las Vegas o Filipinas (tres millones de dólares), pero sí se midió a un ordenador del MIT. En 1981 fue arrestado como sospechoso de robo a un banco, experiencia que plasmó en un libro: ‘Fui torturado en la cárcel de Pasadena’. Sus relaciones con Estados Unidos nunca fueron fluidas. Fischer siempre creyó ser utilizado por su país con fines políticos, y halló aún más argumentos cuando, en 1987, el Senado detuvo una ley que le reconocía a todos los efectos como campeón del mundo.
Veinte años después de ‘la partida del siglo’, Fischer decidía reaparecer. Su motivación era doble: por un lado, el dinero de un banquero yugoslavo; por otro, desafiar a su gobierno, que le prohibía pisar suelo yugoslavo (en plena guerra), a riesgo de contravenir resoluciones de la ONU. Fischer denunció amenazas de su país, escupió en público sobre la orden que le impedía jugar en Yugoslavia y, de paso, volvió a machacar a Spassky (17,5 – 12,5). Se llevó cuatro millones de dólares y un lugar de honor en el listado de objetivos de la CIA y el FBI. Y, de nuevo, se difuminó.
Convertido de nuevo en fantasma, Fischer fue visto en Alemania, Hungría, Hong Kong y Filipinas, donde, al parecer, concedió una entrevista el día de los atentados del 11-M justificando la acción de los terroristas. Incluso, se dice, se casó con Miyoko Watai, presidenta de la Asociación Japonesa de Ajedrez. En 2005 fue detenido en el aeropuerto de Narita (Tokio, Japón), por usar un pasaporte no válido. Unos meses antes, había solicitado asilo político en Islandia, el país que le consagró como mito del deporte. Las gestiones de los diplomáticos islandeses lograron su liberación el 25 de marzo, mientras Fischer tachaba a George Bush de “criminal”.
Pero tampoco en Islandia halló la paz. Aunque llegó a llamar a un programa de TV para dar solución a una jugada de ajedrez y mostrar al mundo que seguía vivo y en perfectas condiciones mentales, en noviembre de 2007 se le diagnosticaron una serie de paranoias. Su vida no parecía correr peligro hasta este 18 de enero de 2008, cuando su intensa existencia ha tocado su fin.
(Fuente: Santiago Siguero)
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