Las matemáticas no es la tediosa asignatura que atormenta a los estudiantes de bachillerato o universitarios. Es algo más sutil que impregna nuestro entorno, incluso nuestra concepción del mundo. Es importante darse cuenta del poder que subyace en las matemáticas para emitir un juicio de valores. Fluido etéreo que se manifiesta en todo cuanto nos rodea: edificios, semáforos, puentes, relojes, catedrales, equipos de música, etc. Uno de los culpables fue sin duda Descartes. El mundo moderno, ese mundo nuestro de triunfante racionalidad, dio comienzo el 10 de noviembre de 1619, con una revelación y una pesadilla. Aquel día, en una habitación de la pequeña villa bávara de Ulm, un francés de veintitrés años, de nombre René Descartes, se acurrucó en una estufa de pared y tras calentarse bien en ella, tuvo una visión. No fue una visión de Dios, ni de la Madre de Dios, ni de carros celestiales. La visión de Descartes fue la unificación de toda la ciencia. La visión estuvo precedida po