Me desespero. Mi vida, supongo, está tocando a su fin y terminará siendo un fracaso. La corrupción y los gusanos convertirán mis restos mortales en pólvora y cenizas, es decir, harán con mi cuerpo lo que mis alumnos y lectores han hecho ya con mis clases y mis escritos. Al cabo de una vida de docencia y divulgación, me parece que la gran mayoría de la gente –incluso esos inteligentes y curiosos que se interesan por leer crónicas o estudiar libros y asistir a conferencias– es incapaz de aprender y reacia a cambiar de opinión. Por supuesto, he disfrutado de momentos de enorme satisfacción con alumnos que llegaron a ser académicos, sacerdotes o artistas, o han intentado mejorar la vida de los demás, aunque debo confesar que a lo mejor lograron esos fines benévolos no por mis esfuerzos sino a su pesar. Y a algunos estudiantes, que me temo que eran poquísimos, pude ayudarles a apreciar la vida o a preparar la muerte, desvelándoles los tesoros insospechados de la vida intelectual y espir