Me desespero. Mi vida, supongo, está tocando a su fin y terminará siendo un fracaso. La corrupción y los gusanos convertirán mis restos mortales en pólvora y cenizas, es decir, harán con mi cuerpo lo que mis alumnos y lectores han hecho ya con mis clases y mis escritos. Al cabo de una vida de docencia y divulgación, me parece que la gran mayoría de la gente –incluso esos inteligentes y curiosos que se interesan por leer crónicas o estudiar libros y asistir a conferencias– es incapaz de aprender y reacia a cambiar de opinión.
Por supuesto, he disfrutado de momentos de enorme satisfacción con alumnos que llegaron a ser académicos, sacerdotes o artistas, o han intentado mejorar la vida de los demás, aunque debo confesar que a lo mejor lograron esos fines benévolos no por mis esfuerzos sino a su pesar. Y a algunos estudiantes, que me temo que eran poquísimos, pude ayudarles a apreciar la vida o a preparar la muerte, desvelándoles los tesoros insospechados de la vida intelectual y espiritual. De ellos, empero, habrá, literalmente, miles que se olvidaron en seguida del contenido de mis clases, una vez que se acabaron los exámenes, o que leyeron alguna obra mía, raras veces, con placer o regocijo, pero sin hacerle más caso.
No es que sea un incompetente. De vez en cuando escribo algo bueno o doy una clase profunda e intrigante. Pero a pesar de la erudición, la elegancia, la economía y la estimulación que procuro añadir a mi materia, me parece que mi mayor éxito como profesor fue enseñar a mi perro a sentarse para pedir de comer y a hacer pipí fuera de casa. Y la prueba de que la culpa no es mía –o no mía exclusivamente– es que todos los historiadores fracasan, aquellos que intentan desmitificar las versiones populares del pasado, provocar su escrutinio, excitar un espíritu crítico e inspirar nuevas percepciones. Ya entienden lo que quiso decir el profeta Isaías, cuyos auditores testarudos tenían «frentes de bronce y cuellos de hierro». Los mitos son preciosos e inspiran inversión emocional. La verdad no tiene más encanto que el de ser verdad.
Veamos el caso del conocimiento de la Historia de España en Estados Unidos, el país al que he dedicado mi vocación de docente en años recientes. Cuando ejercía una de las cátedras Príncipe de Asturias en EEUU, el Príncipe don Felipe me encargó, solemnemente, intentar mejorar la imagen de España. Entre mis propuestas más cordiales estaba la de convencer al público estadounidense de que sus narraciones tradicionalmente aceptadas de nuestra Historia y del imperio español son falsas. No se trata de un país encerrado e ineficaz, condenado a la decadencia o al retraso por sus vicios de carácter nacional, por sus dogmatismos, sus irracionalidades y su rechazo al resto del mundo, sino de un lugar excepcional, una nación cuyo rumbo histórico ha sido parecido al de otros pueblos del occidente europeo que llama la atención por su precocidad, extensión y duración. Casi todos los especialistas en la materia están de acuerdo con esta visión. España ha seguido, más o menos, la misma trayectoria que sus países vecinos, caracterizada por conflictos civiles, constitucionalismo, democratización, industrialización, modernización y consumismo. El imperio sí que fue excepcional, el único grande por mar y tierra de la edad moderna, pero se mantuvo por medios racionales y característicos de todas las potencias exitosas: la colaboración con los súbditos, la responsabilidad moral por parte de la monarquía y el despotismo ilustrado.
He aquí la verdad que yo y mis colegas historiadores enseñamos y procuramos divulgar. Aún así, las nociones anticuadas y míticas persisten. Acabo de reseñar una nueva biografía de Simón Bolívar, escrita por Marie Arana, una de las figuras más destacadas de la literatura norteamericana, ganadora de varios premios prestigiosos por sus excelentes novelas, directora del antiguo Washington Post Book World, que era la revista literaria más influyente del país. Estoy seguro de que esta autora habrá ojeado, por lo menos, algunos libros míos, ya que, amablemente, se reseñaban todos bajo su dirección. Pero lo que leemos en su nueva obra es absolutamente inocente en lo referente a la historiografía reciente.
Arana se empeña en reproducir la leyenda negra del imperio español, sin darse cuenta de su realidad digna de investigar con una mente abierta a descubrimientos nuevos. Entre la retórica pesada y predecible de «crueldad» y «miseria» y «racismo», por señalar sólo tres de las muchas muestras de una ignorancia lamentable, nos cuenta que «España rechazó el camino hacia la modernización», que «la Inquisición exigió penas de tormento y muerte», y que «la Corona aplicó un sistema riguroso de separación de razas». Todas estas aseveraciones son falsas. La modernización de la administración del imperio, el intento de imponer leyes uniformes, de centralizar el mando, de estimular el comercio, de promover la Ilustración, y de racionalizar los impuestos, era uno de los rasgos más conspicuos de la monarquía borbónica del siglo XVIII. La Inquisición no podía decretar la pena de muerte y el tormento se empleaba poco, no como condena sino como procedimiento judicial, como en casi todos los tribunales de la época. Y en cuanto al racismo, el gigante español se distinguía por favorecer los matrimonios entre razas y fomentar el empleo de indígenas y negros en altos cargos administrativos –prácticas que no se admitían, por ejemplo, en los dominios británicos de la misma época–. El racismo se encuentra en todas partes y tiempos; pero el vicio más típico del imperialismo español era más bien el esnobismo. Un indígena o un negro era aceptable, siempre que fuera de ascendencia noble. Debido a su miopía histórica, la señorita Arana es incapaz de comprender los motivos de los alzamientos independentistas en la América hispana. Repite el mantra del «afán por la libertad» sin reconocer el contexto de las revoluciones atlánticas, ni el papel de las facciones, ni los particularismos, ni la conciencia criolla. Desgraciadamente su versión, u otra parecida e igual de ignorante, por increíble que sea, se cree y se difunde todos los días en los medios norteamericanos.
El caso del libro de la señorita Arana no es un caso aislado. La autora forma parte importante de una red de intelectuales norteamericanos que comparten los mismos prejuicios. Sus supuestas investigaciones se apoyaban en altos cargos de las bibliotecas del Congreso y de John Carter Brown, instituciones enormemente respetadas e influyentes en Estados Unidos. Su libro es una publicación de la casa Simon and Schuster, una de las editoriales de mayor peso; ninguno de los editores y redactores de esa casa, por lo visto, se dio cuenta de la falsedad e irresponsabilidad de la versión de la historia que allí se inscribe. No cabe duda de que, por la gran reputación de la autora, el libro se venderá entre los best-sellers y los mitos se fortificarán.
Las consecuencias son graves. En el ámbito nacional estadounidense, la imagen negativa del pasado español sirve de pretexto para menospreciar la aportación de nuestro país a la historia estadounidense, la larga involucración y el enorme legado, ayuda fundamental al movimiento independentista de EEUU. Los inmigrantes hispanos y los hispanoparlantes sufren por clasificarse como representantes de una tradición inferior y desdeñable. En el ámbito internacional, la entente diplomática, la inversión y los intercambios personales y comerciales dependen del aprecio mutuo, que disminuye por el lado estadounidense cada vez que se menciona la leyenda negra. En las últimas elecciones presidenciales, Mitt Romney intentó aumentar su popularidad declarando que «no quería seguir el modelo de España». El interés en los medios informativos norteamericanos sigue bajísimo, lo que no conduce a mejorar el nivel de conocimiento. El Wall Street Journal es el único periódico que mantiene a un corresponsal en el país. Según los sondeos, la opinión pública estadounidense valora a España debajo de Suecia y al nivel de Holanda entre sus «aliados preferidos». Desde 2003, cuando se inició la guerra de Irak, hemos bajado del número 8º al 12º. La marca España es difícil de vender en EEUU por muchos motivos, algunos económicos, otros culturales. Pero, en el fondo de todo, las percepciones históricas son imprescindibles para comprender las limitaciones.
¿Cómo lograremos que los estadounidenses revisen su versión de la realidad española? No por nuestro fútbol –la única gloria que nos queda por ahora– que no se aprecia en este país apasionado por el béisbol y el fútbol americano, ni por nuestra economía, que se ha hecho pedazos y se ha convertido en objeto de risibilidad o misericordia, ni por nuestra democracia, que se hace añicos entre la corrupción de los altos cargos y la malevolencia de los nacionalistas, ni por nuestro arte y cultura, que están perdiendo categoría con el público norteamericano, ni por nuestra industria, cuya existencia casi no se reconoce. Tampoco será –por lo visto– por el impacto de nuestras investigaciones ni divulgaciones históricas, que se desdeñan aún por los intelectuales. Ya se lo digo: me desespero.
Fuente: Felipe Fernández-Armesto es historiador y titular de la Cátedra William P. Reynolds de Artes y Letras de la Universidad de Notre Dame (Indiana).
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