Hacia el siglo XV, la expansión del Imperio Otomano parecía indetenible. Las causas son varias. En principio, hay que mencionar la caída de Constantinopla en 1453 y las diferencias teológicas entre las Iglesias Oriental (Bizantina) y Occidental (Romana). Después, y cien años más tarde, la aparición de la Reforma, la cual escindió a los cristianos en 2 campos religiosos inconciliables (cristianos y protestantes). Sin embargo, ninguno tan determinante como el enorme y egoísta florecimiento comercial de algunos estados y países (Venecia y España), los cuales permitieron el auge sagaz y vertiginoso de un Imperio que para entonces, se extendía desde Algeria por el Oeste, Austria y Ucrania por el Norte, Irán y Persia por el Oeste, y el Cuerno de África por el Sur. Pero no fue hasta el siglo XVI, cuando el fenómeno turco mereció a Occidente las mayores atenciones. Los turcos, gobernados por el Sultán Selim II (1524 –1574), advirtiendo las debilidades de los países cristianos, habían iniciado